jueves, 5 de noviembre de 2009

Pobreza y cambio climático


El cambio climático es relativo. Y esto es porque en cada meridiano se vivirá de forma distinta, en regiones del planeta que se quedarán secas azotadas por profundas sequías o inundadas por precipitaciones excesivas e incesantes. Cada nación y cada ciudad vivirán su propio cambio climático. Y en este relativismo los más grandes perdedores serán los países más pobres. De acuerdo a un estudio del Banco Mundial los embates del calentamiento global le costarán cuatro puntos porcentuales de crecimiento anual a África y cinco a India. Esto resulta injusto ya que los más pobres del planeta son los que menos presión ejercen sobre el medio ambiente y su “huella ecológica” es mucho menor que sus contrapartes en los países desarrollados. En 2005 las emisiones de bióxido de carbono y gases de efecto invernadero se dividieron entre los países ricos y las potencias emergentes en 45 y 50 por ciento respectivamente. La injusticia debería traducirse en compensaciones (económicas y de inversión) pero eso resulta muy difícil sobre todo por la cuantificación. Es muy difícil medir los desastres generados por el cambio climático asilándolos de otros factores pero un indicador que resulta pertinente, aunque imperfecto, es la cantidad de seres humanos afectados por desastres naturales en las últimas décadas. Entre 1981 y 1985 500 millones de personas requirieron de ayuda por desastres naturales, entre 2001 y 2005 esa cantidad había aumentado a mil millones quinientas mil. De acuerdo a cálculos publicados por The Economist unas 150 mil personas mueren al año por fenómenos relacionados al cambio climático, principalmente hambrunas relacionadas al autoconsumo agrícola y el acceso a agua potable. Sin embargo son fenómenos relacionados, no causas directas. La pobreza viene acompañada de la vulnerabilidad. Inmoviliza al espíritu más errante, esclaviza al menos libre y, como si esto fuese poco, pone en riesgo la vida misma. Y los pobres son los más vulnerables al cambio climático. Sus hogares son menos estables, están expuestos a enfermedades, habitan zonas carentes de infraestructura básica y no tienen un acceso adecuado a los sistemas de salud. Por esto los desastres naturales los lastiman más. Y las cifras respaldan este argumento. Cuando el huracán Mitch golpeó Honduras en 1998 la fracción más acaudalada perdió el 3 por ciento de su patrimonio, los más pobres entre el 15 y el 20. Pero las inundaciones son sólo una de las amenazas que se aproximan. Según se calienta el planeta la “línea de la malaria” (los trópicos y la altitud en la que el mosquito transmisor encuentra condiciones para su reproducción) se está desplazando hacia el hemisferio norte del planeta, muchas ciudades se construyeron por encima de aquella línea. Se estima que las muertes por Malaria aumentaran en 90 millones en África por este desplazamiento. Las muertes por enfermedades gastrointestinales aumentarán aproximadamente 5% en el continente africano a causa del cambio climático. Si las temperaturas continúan aumentando el 60% de la población global sufrirá de dengue (otra enfermedad de insectos y de latitudes) en algún momento de su vida para el 2070. Diez de las quince metrópolis más grandes de las naciones en desarrollo se encuentran en zonas costeras de baja altura, lo que las vuelve candidatas seguras a inundaciones producto de la pérdida de glaciares. Toda Bangladesh se encuentra por debajo del nivel del mar, tiene una concentración poblacional excesiva y se ha vuelto escenario de inundaciones constantes. Los Países Bajos, cuyo nombre explica por sí solo su problemática, invierten $100 dólares por habitante al año en medidas preventivas para inundaciones; el habitante promedio de Bangladesh genera menos de $400 dólares al año. El derretimiento de glaciares afectará el ciclo del agua del planeta y limitará aún más la accesibilidad de los pobres a ella. Para 2025 es posible que perdamos anualmente el grueso de la producción agrícola de India y Estados Unidos combinados por escasez de agua, es el equivalente al 30% de toda la producción de granos; lo que llevará a una escasez de alimentos más severa sobre todo para los más desposeídos del planeta. En cuanto a las posibles soluciones del cambio climático existen dos escuelas de pensamiento: la de la mitigación y la de la adaptación. La primera prioriza las medidas que disminuyan los daños lo más posible, lo que de acuerdo al Banco Mundial podría costar entre $140 y $675 mil millones de dólares al año (para mantener el aumento de la temperatura global por debajo de los 2 grados centígrados). La segunda apuesta por mitigar los daños vía la adaptación, lo que prioriza la construcción de infraestructura (urbana, hidráulica, de salud etcétera) y la afinación de sistemas para atender desastres; lo que costaría $75 mil millones de dólares el año. La lógica apela a apostar por ambas y esto se debe al relativismo del cambio climático anteriormente mencionado. Para los países ricos la crisis es cuestión de disminuir el grueso de las emisiones. Pero en nuestros trópicos va más allá, es una cuestión de justicia histórica. Los países ricos han producido hasta ahora dos terceras partes de los gases de efecto invernadero desde 1850 y ahora deben compensar al resto del planeta por ello. No es de sorprenderse entonces que China apela a la importancia de las emisiones per cápita por encima de los totales nacionales. Además como habitante de México algo me queda muy claro: el cambio climático es muy grave pero también lo es la pobreza. Debemos encontrar una forma de conciliar las visiones sobre este problema, que es el de mayor complejidad en la historia de nuestra especie y que representará un reto enorme para la cooperación global y la acción colectiva. Mucho estará en juego en la Cumbre de Copenhague y no debemos perder la ambición sobre los alcances que un potencial pacto global sobre el cambio climático podría tener.

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