Estaba a punto de escribir un artículo en el que asumía el fracaso de la Cumbre climática de Copenhague y trataba de encontrar cuál sería el futuro sobre calentamiento global. Pensaba que era un derrotismo pragmático, porque más allá de la preocupación y la dificultad sigo seguro que se encontrará una solución, ya que simple y llanamente no hay otra opción. La visita de Obama a China había dejado mucho que desear. Era un encuentro necesario entre los que serán las dos potencias globales del siguiente siglo, ya por ello era un acercamiento valioso pero desilusionante. Ninguna de las dos naciones ponía metas de reducción de emisiones concretas, lo que finalmente impulsaría al resto del mundo hacia un acuerdo vinculante a escala global. Pero ha habido una vuelta de tuerca a la agenda climática. La Casa Blanca acaba de anunciar la asistencia de Barack Obama en la primera semana de las negociaciones en el país escandinavo y lo hará para anunciar metas concretas de reducción: 17% para 2020 con base a las emisiones de 2005, 30% para 2025, 42% para 2030 y 83% para mediados de siglo. China tampoco se ha quedado atrás, su Primer Ministro Wen Jiabao ha anunciado la meta de reducir las emisiones per cápita 45% para 2020 en base a los niveles de 2005. Este anuncio le ha dado un impulso a la condenada Cumbre y aunque no garantice que un pacto sea alcanzado es un compromiso medible de las dos principales potencias contaminantes del planeta. Obama tarde o temprano deberá pasar legislación sobre el tema, lo que se había paralizado ante la reforma a medicare y medicaid, el sistema de salud pública en Estados Unidos. Más allá de las dificultades hasta este momento la retórica de la reducción se había quedado hueca sin metas cuantificables. Copenhague sigue viva. Y aún es posible que se convierta en un evento histórico.
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