El adolescente promedio escucha entre una hora y media y dos horas y media de música al día. Sumándolas son ocho horas de su vida diurna ¿De dónde viene nuestra profunda fascinación por la música? Esta pasión humana parece ser un ataque antropológico al sonado “choque de las civilizaciones”: no importa que cultura, que credo, que etnia… los ritmos están presentes por doquier y en muchas formas. Además sostiene una industria masiva de entretenimiento que se ha especializado en una infinidad de géneros y subgéneros. Pero regresando a la cuestión de nuestra innegable fascinación, existen tres teorías encontradas sobre aquella tendencia que los humanos tenemos a escuchar y hacer música. Casi cuarenta por ciento de las canciones en las listas de popularidad hablan de sexo, relaciones y romance. Esta proporción nada despreciable ha sido bautizada la teoría shakesperiana, en la que el amor y la sexualidad reproductiva están profundamente ligados con nuestra evolución como seres musicales. Otra teoría, complementaria no rival, plantea que la música se formó evolutivamente para crear y fortalecer lazos entre grupos de humanos. Ambas teorías encuentran coincidencia en la creencia que la música evolucionó con nuestra especie como la información encontrada en nuestro genoma. Para cualquier persona resulta natural que la música puede estar relacionada con el sexo, una canción para ponerlo coloquialmente puede ser muy sexy. Y no solo Shakespeare encontró aquella relación, también lo hizo Darwin. En un trabajo anterior a El origen de las especies planteó que la inherencia humana con la música era una característica enfocada a conseguir pareja; una cualidad que embellece y tiene fines reproductivos como la cola de un pavo real. Geoffrey Millar, un investigador de la Universidad de Nuevo México, ha retomado y promovido este argumento. Para Miller este postulado del padre de la teoría evolutiva tiene fundamento en el mundo animal. Varias especies de pájaros utilizan la música para reproducirse; las hembras eligen a los machos con mayor capacidad de canto, factor que resulta determinante para que los más aptos de la especie puedan reproducirse. En sus estudios este doctor de Nuevo México ha aplicado esta teoría a jazzistas, argumentando que su desarrollo creativo como músicos es definido por su etapa reproductiva: su capacidad creativa se dispara en la pubertad, alcanza su punto máximo en su temprana adultez y luego decae con la edad y la paternidad. Leyendas del rock como Jim Morrison y Hendrix, que se jactaban de la cantidad de sexo que tuvieron en el pico de sus carreras, puede dar más sustento a lo planteado por Miller.
La segunda teoría no niega este vínculo entre la música y la reproducción pero plantea que además fue un factor clave para nuestro desarrollo social, estableciendo vínculos entre grupos de humanos y creando las primeras señales de identidad tribal. Así además de la “selección natural”, con la invención de las flechas y lanzas fue reemplazada por la “selección de grupo”, en la que los individuos optan por integrarse al colectivo más apto. Robin Dunbar, investigador de Oxford y experto en la conducta social de los primates, es el principal promotor de esta teoría y ha llegado a declarar que el modelo de Miller que aplica a los músicos de jazz también aplica a las estrellas de pop y a los compositores clásicos del siglo XIX. De acuerdo a Dunbar uno de los principales actos sociales vinculantes es el acicalamiento. Los humanos lo reemplazaron con el lenguaje cuando sus grupos crecieron demasiado como para poder acicalarse. A esto atribuye la aparición del lenguaje entre grupos de humanos con más de 140 miembros. Por otro lado importantes lingüistas han atribuido el nacimiento de lenguaje a cantos tribales primitivos. Así, la música podría ser concebida como una herramienta evolutiva que dio los fundamentos para la socialización y lo que paulatinamente conoceríamos como civilización.
La tercera teoría, antagónica a las dos anteriores, dice que la música jamás jugo este papel funcional en nuestra evolución. Esto lo sostiene Steven Pinker, un destacado lingüista de Harvard, que además niega que el lenguaje haya surgido de la música. Pinker dice que fue al revés. El lenguaje nació antes de la música y ésta surgió de una necesidad humana separada de la supervivencia evolutiva. Surgió producto de nuestra inteligencia y del entendimiento de los tonos, las melodías y los ritmos. Bajo esta tesis la música es un gusto, no una necesidad biológica. Para Aniruddh Patel del Instituto de Neurociencias de San Diego la música ocupa otro lugar en nuestra condición. Al igual que el lenguaje y la escritura, la música es algo que los humanos podemos aprender pero también podemos tener una cierta facilidad natural para comprender. Ciertas personas se expresan ligeramente mejor que otras, con la escritura esa separación se expande y con la música aún más. Patel en su teoría no niega que la música tenga un vínculo directo con nuestra sexualidad y reproducción. Todas estas teorías coinciden en que la música tiene un profundo efecto sobre nuestras emociones, ese es un misterio que la ciencia apenas está empezando a investigar. Dos científicos suecos, Patrik Juslin y Daniel Vastfjall, han encontrado seis reacciones directas de nuestra corteza cerebral hacia diferentes tipos de música. Esto demuestra que existe cierta predisposición de nuestro cableado neuronal hacia la música, por lo que las tres teorías parecen tener algo de cierto, tenemos cierta inherencia a la música (la cual está presente en todo el mundo animal) pero nuestra inteligencia y capacidad la han afinado y diversificado hasta la masiva industria musical que vemos ahora. Algún día sabremos exactamente lo que la música nos hace emocionalmente, cómo nos mueve y nos apasiona. Nos explicaremos por qué la genialidad del Revolver puede apabullar a algunos, o cómo la emoción del Ok Computer puede hacer sentir desde la alienación más profunda hasta la euforia más desbordada.
jueves, 15 de octubre de 2009
Evolución y música
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