Los dogmas ofrecen a los dogmáticos un espacio de tranquilidad, una visión acotada de la realidad en la que el bien y el mal están definidos con la claridad de un blockbuster hollywoodense. Con ello es fácil laurearse de elegir el “bien” sobre el “mal”, sin necesidad de cuestionar más allá de los cánones de seguridad en los que se refugian. Lo que resulta problemático de los dogmáticos es que la realidad no se rige por los parámetros de la ficción cinematográfica más vulgar. La maldad y la bondad no se dan en estado puro en la condición humana y cualquiera que trate de negarlo está condenándose a la frustración. Un tema que se ha convertido en el bastión de los refugiados del dogmatismo son los alimentos genéticamente modificados. Ante la transición demográfica en ciernes (que nos llevará a 9 mil millones para mediados de siglo) y la urbanización de la mayoría de la humanidad el tema maltusiano de la producción alimentaria ha vuelto con aire vengativo. De acuerdo a la Organización de las Naciones Unidas para la agricultura y la alimentación (FAO), la producción alimentaria debe aumentar en un 70% para 2050 (***). La complejidad de este reto resulta enorme, en especial cuando tomamos en cuenta que la mayoría de nuestros problemas ambientales se correlacionan directamente con el sector agrícola como la deforestación, la escalada de las emisiones o la escasez masiva de agua potable (más del 70% de ésta es utilizada por este sector). Aumentar nuestra producción alimentaria requerirá de semillas genéticamente modificadas. Y para ello debemos dejar de lado las tesis extremistas que las condenan para enfocarnos en sus virtudes y vicios, discerniendo sus oportunidades de sus amenazas. Desde hace 14 años las primeras variedades de semillas genéticamente modificadas salieron al mercado. En la actualidad los sembradíos de estas variedades ocupan una superficie más grande que Perú (1.285.215,6 km², el veinteavo más grande del mundo). Las variedades modificadas del algodón, la soya y el maíz han sido un éxito en varios países y, según aumenta la capacidad de secuenciar genomas, la cantidad de semillas de este tipo aumentará exponencialmente en el futuro cercano. Una de las críticas más lacerantes ha sido que las empresas detrás del desarrollo de estas variedades (como la Monsanto) ejercen un control monopólico sobre los granjeros más pobres (90% de ellos las utilizan). Los datos no sustentan esto. El año pasado la venta de semillas genéticamente modificadas representó ganancias por más de diez mil millones de dólares. Pero las ganancias de la producción agrícola representaron $130 mil millones. Además muchas variedades no son patentes privadas, por ejemplo recientemente el gobierno Indio introdujo al mercado semillas alteradas de algodón. Organizaciones de la Sociedad Civil (OSCs) como la Bill & Melinda Gates Foundation también apoyan a granjeros pobres desarrollando y facilitando el acceso a estos insumos. Fortalecer a los granjeros empobrecidos (su productividad en especial) se perfila como la solución más viable para encarar la presión de la creciente población y su urbanización ya en curso. Una posible amenaza viene del lado del monitoreo. Introducir a un ecosistema una variedad genéticamente modificada podría impactar de forma negativo en todo el entorno. Sin embargo la realidad es otra. El monitoreo genético ha avanzado enormemente en los últimos años y es muy posible rastrear el ADN de estos organismos y su impacto sobre los ecosistemas. Lo que debe preocuparnos es que los gobiernos y la sociedad se aseguren de implementarlos. La principal amenaza de este avance científico es el hecho de que su investigación puede ser protegida bajo la propiedad intelectual de las patentes. Esto ofrece un incentivo enorme a la inversión, lo que crea una inercia que desfavorece a otras medidas como el enriquecimiento de los suelos, la rotación de cultivos o los métodos ahorradores de agua. Las variedades genéticamente modificadas de cultivos son una gran oportunidad pero no son la única. Y no podemos dejar que la visión dogmática nos ciegue de la complejidad del tema.
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