México es un país que carga con más lastres que el Pípila, aquél personaje de la historia oficial fantástica que abrió la Alhóndiga de Granaditas blindándose de los ataques españoles con una piedra gigante en su espalda. Los monopolios públicos y privados son aquellas cargas que están acabando con este raquítico país, condenando nuestro futuro colectivo por un status quo de subdesarrollo y disparidad. Estos titanes quedaron libres una vez quebrado el aparato del partido único, aquél Zeus institucional capaz de rotar al máximo mandatario cada seis años y cuya construcción histórica seguía la muy legítima lógica de unificar a una nación que se mantuvo por siglos como una nación africana actual (caciques, guerra civil y la falta absoluta de un poder central). El Revolucionario Institucional se gestó, creció y acabo por caer en la más rotunda decadencia. Con fechas que podemos localizar como naciones en un mapa el sistema de partido único sufrió grandes erosiones (1968, 1971, 1976, 1988…). En el 2000 comenzó la alternancia y con ello la liberalización de los titanes que en algún momento garantizaron estabilidad. Ahora cada uno defiende su trinchera y todos sabemos sus nombres: son los grandes sindicatos gubernamentales (SNTE, STPRM, SME) y los consorcios empresariales monopólicos (Televisa, Telmex). El estancamiento económico y político, el crecimiento de la pobreza y de la migración son sólo algunos de los resultados deleznables que sufrimos todos los mexicanos por compartir nuestro país con estos entes, estos lastres. Una parte de la población de nuestro país, que de acuerdo a toda cifra estadística –factor que repelen y niegan- son minoría, cree haber encontrado la cura para todos estos males en un hombre, un ser cuasi divino que es la encarnación de un movimiento social puro y noble: Andrés Manuel López Obrador. Los obradoristas asumen que, de llegar a la presidencia, este hombre logrará derrotar a estos males como Perseo lo hizo en aquella película de los ochenta Guerra de Titanes. Cada monopolio caerá ante el líder y él, sólo él, podrá traer la democratización económica y en cierto grado la política que este lacerado país necesita. La causa es tan noble como es dogmática. Y es esta segunda característica que ciega al movimiento obradorista de algunas de sus más graves contradicciones: el elegido, aquél santo emanado del recto y perfecto gobierno del GDF, es un cacique como lo fue cualquier presidente del PRI (incluyendo a aquellos que lastimaron profundamente a la izquierda histórica de México como Echeverría y Díaz Ordaz). Su similitud discursiva e ideológica con Luis Echeverría, padre del ala populista más recalcitrante del Nacional Revolucionario que marcó la debacle política y económica de nuestro país, no tienen importancia para los cegados seguidores del movimiento. Su formación tampoco tiene importancia, su militancia al interior del partido de Estado hasta los ochenta se ha olvidado al igual que los detonantes que marcaron la salida de él y su camarilla. El desgaste del nacionalismo xenófobo, la política económica deficitaria e insostenible y el autoritarismo más vertical llevaron a los grupos a los que pertenecía AMLO a salir de la pugna por la presidencia para ser reemplazados por una nueva camada de neoliberales estadistas, jóvenes que ofrecían corregir lo que la escuela de Echeverría se había encargado de enterrar. Otra de las contradicciones nos remite de nuevo a aquella idea del cacique redentor, y que niega al movimiento y a sus cuadros (entre ellos algunos de los intelectuales más renombrados de México) ver otra realidad del país en el que hoy vivimos: ¿de llegar a la presidencia que podría hacer? Desde el 2000 el aparato político puede definirse por tres palabras: gobiernos de minoría. San Lázaro y el Senado están desiertos de un partido predominante y el aparato no ha logrado sacar reformas estructurales a flote desde 1997, año en el que el PRI perdió su mayoría. Pero para el movimiento una reforma que reconfigure esta relación de fuerzas viciada y anacrónica es innecesaria. El cacique, una vez presidente de la alternancia, hará historia dándole una vuelta de 180° al país. No importa que actualmente el PRD cuente con un total de 71 diputados en la actual legislatura (el PAN tiene 143) o el PT 13 y Convergencia 6. Obrador, bajo esta lógica heredera del presidencialismo fuerte caído en el delirio, podría impulsar una agenda que democratizaría cada bastión monopólico. La mayoría no importa y el legislativo perdería su rol como el Poder predominante de la alternancia. Tampoco trasciende el hecho de que su movimiento esté negado a negociar con el “PRI-AN” aquella encarnación diabólica y fascista. La lógica no debe justificar el medio sino más bien el dogmatismo al fin. Y esta idiosincrasia demuestra la falta de claridad del proyecto y las convenientes omisiones que lleva acabo. AMLO detesta a Televisa (odio que comparto con él), pero existen figuras intocables que jamás ha mencionado directamente ¿Qué hay de Carlos Slim su principal aliado para rehabilitar el Centro Histórico en su gestión como Jefe de Gobierno del DF? ¿No es su monopolio de telecomunicaciones igual de nefasto que el televisivo? Y al referirse a Televisa ¿qué pretende este caudillo popular? Su cercanía a Hugo Chávez siempre fue poco conveniente para este movimiento puro y democratizador, ya que lo relaciona con un gobierno autoritario esponsoreado por la Habana ¿Qué idea predica Obrador ante Televisa? ¿Plantea cerrarla como lo hizo el presidente venezolano con Radio Caracas Televisión? Los medios, al igual que otros sectores, deben pasar por un proceso de apertura (en el que las dos televisoras por ahora duopólicas seguirán existiendo) no por un cambio de regencia monopólica. Todo parece indicar que el cacique quiere acabar con un rival y un contrapeso al aparato gubernamental, no abrir el sector a la libre competencia.
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