El concepto de gobernanza es uno nuevo en el ideario colectivo de la política. Significa la la suma de las múltiples maneras como los ciudadanos y las instituciones, públicas y privadas, encaran problemáticas comunes. Bajo este modelo lo público deja de ser un monopolio de la clase política para convertirse en un campo incluyente, en el que todos los agentes inciden en lo que afecta a la totalidad del colectivo. En México lamentablemente estamos muy carentes en este aspecto. En lo que respecta a la representatividad legislativa los partidos ejercen un control monopólico, aplicando rígidas prácticas de control sobre sus legisladores que los distancian de sus representados y sus necesidades reales. La falta de reelección, rendición de cuentas, la votación “en bloque” son algunos ejemplos. Mientras tanto la sociedad mexicana se ha encauzado en un proceso de democratización pujante y ahora ha rebasado con creces a los políticos que en algún momento encabezaron la transición del modelo de partido único. El problema es que esto trae consigo a una élite política aislada y delirante que habita una suerte de feudo amurallado que los desapega absolutamente de la realidad. La falta de una reforma fiscal coherente, la ineptitud para aprobar una muy necesitada reforma de seguridad o el nuevo marco regulatorio inoperante de Petróleos Mexicanos demuestran este argumento. Las ideologías, adaptadas a conveniencia de los intereses particulares de diferentes grupos públicos y privados, permean el debate colectivo y lo limitan enormemente. Y esta situación se agrava mucho más cuando consideramos la complejidad de los grandes temas a encararse hacia mediados de este siglo: la transición energética, la pérdida del bono demográfico, la competitividad global o el cambio climático. El PRI, el PAN y el PRD no cuentan con el conocimiento y la información requerida para hacer frente a estas problemáticas que les rebasan con creces. Su dogmatismo ideológico, que siempre ampara pragmáticamente a diferentes entes monopólicos, los ha convertido más en un lastre que una fuente de pactos y soluciones viables. El ámbito político debe abrirse del control monopólico, mientras esto no ocurra la apertura en el sector educativo, televisivo, energético y de telecomunicaciones se vislumbra muy distante. Los debates en torno a la ahora carente reforma energética en 2008 se han convertido en un ícono de la pésima calidad del diálogo en nuestro país. Aún recuerdo como Héctor Aguilar Camín y Lorenzo Meyer se pavonearon en el evento como la celebridad más vulgar en una alfombra roja. El líder del sindicato petrolero Carlos Romero Deschamps brilló por su ausencia. Mientras tanto expertos energéticos como David Shields no recibieron atención alguna de los medios, palidecidos ante la gigantesca sombra mediática de la comentocracia (todos humanistas sin rigor técnico alguno). Ahora el debate energético se hará a un lado para dar paso a la negación de la inmediatez: la recuperación económica actual y el alza de los precios del barril bloquearán la posibilidad de debatir y encarar los grandes problemas nacionales. Pero esta negación tiene una explicación más profunda que le escapa a la coyuntura: una clase política sin verdadera rendición de cuentas puede ampararse en la relativa situación de apogeo para no enfrentar nuestros profundos problemas como nación. Nuestro sistema petrolero ampara un sistema fiscal ineficaz e insostenible, esto a su vez se traduce en un sistema de subsidios que beneficia a las fracciones más acaudaladas de la población y que mantiene el poder monopólico en una infinidad de bastiones nuestra economía y sociedad. Los ciudadanos estamos bloqueados para hacer llegar nuestras exigencias y mientras esta situación perdure nuestro país no mejorará. Debemos pugnar por una democracia moderna, fundamentada en una gobernanza incluyente que nos acerque al pragmatismo y nos aleje de la demagogia. Eso implica que lo público no se monopolice. Y para ello la muralla de la clase política mexicana debe ser derribada.
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