El nacionalismo en México se convirtió en una parte fundamental de una cultura política integrista que buscaba homogeneizar a una nación que, contradictoriamente, siempre ha gozado de un enorme pluralismo. El culto a los rituales patrios (desde el himno nacional hasta los mitos históricos como los niños héroes) se convirtió en pieza clave de los mexicanos, un pueblo cuya evolución histórica se vio mutilada por el monopolio de la visión de los triunfadores. Nuestro pasado conservador quedó en el olvido, satanizándose al punto del delirio. Pocos mexicanos tienen conocimiento de Lucas Alamán, uno de los pensadores conservadores más importantes de nuestra historia, lo que resulta reprobable y preocupante. Así nos criamos como pueblo, bajo los cánones “idealistas” del integrismo, que sólo perseguían fines pragmáticos. Con la alternancia el integrismo se fragmentó, tribalizando a nuestro pensamiento político bajo las burdas clasificaciones de “buenos” y “malos” (las cuáles pueden variar según la filiación político-ideológica). Esto se refleja en la inercia hacia la confrontación de nuestra clase política, cuyo integrismo, acompañado por un dogma hacia las unicidades programáticas, ha estancado el debate y la acción legislativa. Por ello argumentan (PRI, PAN y PRD) que sus diferencias ideológicas son irreconciliables, ya que cada uno está en “lo correcto” y la fuerza política contraria no tiene nada más que aportar medidas nefastas y lúgubres para nuestro país. Esto resulta delirante e ilusorio, y condena a nuestra clase política y a buena parte de la ciudadanía a un entendimiento sui generis de la democracia y sus prácticas. Este modelo busca repartir el poder de manera pacífica y se basa en dar sustento una pluralidad que sólo puede rendir resultados por medio de acuerdos. Las recientes alianzas entre el PAN y el PRD son un atentado contra esa visión integrista que nos ha dominado desde hace siglos, y sus principales críticos representan los polos más extremos del espectro ideológico en México (léase Beatriz Paredes, Andrés Manuel López Obrador y Vicente Fox). Pero los resultados de éstas reflejan el error de los dogmáticos defensores de la inamovible polarización: el Revolucionario Institucional perdió tres grandes estados para intercambiarlos por tres pequeños. Oaxaca, Sinaloa y Puebla representan el 11% de la población nacional y el 7.1% de la actividad económica del país; mientras que Aguascalientes, Tlaxcala y Zacatecas representan sólo el 3% de la población total y el 2.7% del Producto Interno Bruto. El triunfo PAN-PRD es una victoria no sólo sobre el PRI sino también sobre el integrismo dogmático que ha empañado el accionar político desde la alternancia en el año 2000. La mezquina e infudamentada confrontación entre el obradorismo y los panistas perdía por completo un hecho muy real para nuestro sistema de partidos: que el rival a vencer es, era y será el PRI, la fuerza predominante por más de ocho décadas en varios estados y cuyo dominio casi absoluto bloqueaba de facto la conformación de un sistema competitivo y alternante en México. Ahora queda por verse lo que los tres gobiernos de coalición harán en sus estados, sabremos cuál fue el alcance de las alianzas y como éstas se plasman en la conformación de una agenda política de derechas e izquierdas. Sin embargo lo logrado es de aplaudirse, es un claro distanciamiento de aquél integrismo que ha paralizado a nuestro país. Y es una señal muy esperanzadora de que hay sectores de la clase política que se están alejando del radicalismo confrontacional para adaptar el pragmatismo democrático. Esperemos que este experimento logre prosperar.
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