Según el político francés Georges Clemenceau una guerra es una serie de catástrofes que resultan en una victoria. La aseveración de este liberal que se opuso al régimen de Napoleón III resulta muy lúcida por un simple motivo: un conflicto armado, para llegar a un fin, se construye entorno a la infamia, a la catástrofe y a la faceta más malvada de la condición humana. Ambos bandos para alcanzar la victoria cometerán cualquier cantidad de atrocidades y aquella idea (muy gringa) de la “guerra justa” sin bajas de inocentes ni violaciones a los derechos humanos simplemente no existe. Esta contradicción de términos nos hace de pronto perder los alcances y las consecuencias de una guerra y llegamos a caer en la insensata idea de transplantar los ideales de la justicia a un terreno en donde lo infame y lo catastrófico son los monopolios imperantes. La frustración y la indignación suelen ser las conclusiones a la que llegan “los justos”. Ahora en México al igual que en Afganistán se está librando una guerra. Y sin embargo nos sorprende y nos indigna que nuestras fuerzas armadas no sean “justas”. Es más fácil negar la naturaleza de los conflictos bélicos que enfrentarlos por lo que realmente son y así asumir sus horribles costos. Pero una película carioca se sale de los moldes preestablecidos para presentarnos la guerra contra el narcotráfico por lo que realmente es: Tropa de Elite del director José Padilha. Esta ganadora del Oso de Oro a la Mejor Película en el 58º Festival de Berlín nos cuenta la historia de un comando de la fuerza de élite BOPE, que combate al narcotráfico en las favelas de Río de Janeiro (cuya tasa de asesinatos es de 38 por cada 100 mil habitantes, en la Ciudad de México es de 5). Desde un comienzo una cosa queda más que clara: los traficantes armados hasta los dientes no permitirán ser arrestados. Así queda puesto el escenario en el que los integrantes de BOPE deben tomar una simple decisión: asesinar o ser asesinados. Los medios son absolutamente justificados bajo aquél fúnebre fin. El personaje del Capitán Nascimento, interpretado magistralmente por Wagner Moura, debe pacificar una favela antes de una visita del Papa Juan Pablo II en 1997. Lo que resulta más brutal y desgarrador de este film es cómo nos encara con la compleja realidad de la lucha contra el narcotráfico: la burguesía carioca progresista, a favor de los derechos humanos y a la vez drogadicta defiende a los traficantes víctimas de la exclusión y la pobreza. Mientras tanto los agentes de BOPE enfrentan la realidad sin el filtro de los conjuntos habitacionales amurallados y las bardas electrificadas; los traficantes son el enemigo y para acabar con ellos cualquier acción está justificada. En este entorno reside el argumento más interesante de la película: en la que los héroes no son la decencia humana encarnada, en realidad son tan infames y brutales como sus contrapartes. La substracción de información utilizando la tortura y los asesinatos selectivos son algunos de los medios que estos héroes de carne y hueso utilizan en esta guerra real, distanciada de los cánones ilusorios del “conflicto justo”. Es una gran película que invita a la reflexión y que resulta obligada para los habitantes de un país como el nuestro donde el narcotráfico es un flagelo que se ha arraigado en lo más profundo de nuestra convivencia diaria. Es una película honesta, inteligente y cruda sobre la guerra contra las drogas. Y demuestra, a diferencia del artículo del documental Manda Bala, que en la guerra contra el narcotráfico hay muchos más victimarios que víctimas.
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